quinta-feira, 10 de abril de 2014

Carta a la Narradora-Personaje de "Mar Paraguayo" (1992), de Wilson Bueno.

Donde muere el Gran Río,
primero domingo de abril del año de mis cuarenta revoluciones en torno al Sol.

Hieródula del Azar, Hetera de junto al Mar:

Es inútil preguntar a vuestra Memoria quién soy: nunca nos conocemos, jamás nos encontraremos; mi letra, si la vieras, y mi cara, caso estuviéramos frente a frente, no las reconocerías. Somos extraños uno al otro, como extranjeros, pero no de todo desconocidos, como los condenados.
¿Por qué escribo a vos? ¿Cómo llegué a vos, si no nos conocemos ni nunca nos encontramos? Preguntas superfluas: ¿qué importan las razones y los medios? Pero vos responderé por alegorías y parábolas, como hacía el Cristo, para que, si no me comprendéis, tengáis alguna distracción literaria; o, si me comprendéis, vos sintáis entre los que, teniendo oídos, oyen. Estamos en los lados simétricos del Espejo: mirándonos uno al otro, nos vemos a nosotros mismos. Si vos escribo, es porque quiero escribir a mí mismo; si vos hallé, es porque a mí mismo me encontré.
Tenemos la misma naturaleza esencial: somos hechos de palabras. Para ser más exacto, de letras. Claro, tenemos (es bueno que así sea) la ilusión de que existimos antes de la combinación de las letras en palabras (y de éstas en las frases) y de que existiremos después de esa combinación, como quien, habiéndose expuesto a la curiosidad pública, se vuelve a su jaula o habitación.
Pero no lo es así: existimos apenas delante de los ojos de quien nos lee (como si de carne y hueso fuéramos) y persistimos en las charlas y pensamientos a nuestro respecto (como si en espíritu nos convirtiéramos). Somos personajes: reflejos de las personas, que son máscaras. Fantasías de la mentiras, nadie es más verdadero que nosotros, por eso resistimos a la muerte de los que nos escriben y de los que nos leen.
¿Y por qué nos escriben? ¿Por qué nos leen? Esas dos preguntas son, como el sueño del Faraón, una sólo. Ora, como a los sueños se les pueden dar muchas interpretaciones, a las representaciones del arte y de la palabra se les pueden atribuir muchos propósitos y funciones. Pero se podría decir que, fundamentalmente, los que escriben y los que leen buscan aquel mismo efecto (y beneficio) de las antiguas tragedias: la catarsis.
Acomodados en la cotidianidad (a cuya normalidad importa la ilusión de previsibilidad y control), escritores y lectores asisten a nuestras peripecias y fatigas. Al contrario de su mundo, el nuestro sólo tiene sentido cuando la situación inicial es subvertida. A una persona se da el derecho de ir y venir en el sosiego de una vida, sin sobresaltos ni peligros. A un personaje, no: su vida empieza justamente cuando el inusitado ocurre, cuando el inesperado surge. Las personas caminando, viven; nosotros, tropezando y cayendo, existimos.
Verdad que hablo del común de nosotros: los que viven enredos. Hay otros, como vos, que viven cosas más sutiles: viven flujos de conciencia, monólogos interiores y juegos de metalenguaje. Con todo la función catártica aún se mantiene en eses casos, aunque se pueda decir que en un nivel más sofisticado de transferencia, de alteridad.
Sí, mi Señora: somos como los dioses. No los dioses en que se creen, pero los sobre los cuales se leen. Los dioses en que se creen, las personas suponen que ellos son los autores, y ellas, los personajes; por eso imploran por un enredo mejor, ruegan por un argumento menos atribulado. Los dioses sobre os cuales se leen, las personas piensan que ellos son los personajes, y ellas, las autoras (o las lectoras): no les conviene ver que esas divinidades desgraciadas, rebajadas a la condición de mitos, nada son, sino las sombras de las mismas personas, que se ríen de sus infortunios y se entretienen con su destino.
Aparentemente, cuando se cierra el libro o se apaga la computadora, las personas vuelven a la realidad de su vida, y los personajes, a la inactividad, a la expectación de la próxima lectura, como los juguetes (que se quedan en una caja entre un entretenimiento y otro). Pero hay los que perciben, entre ellos, que tal vez no lo sea así, y ellos pueden estar entrando en escena cuando salimos, como un libro que se abre cuando otro se cierra.

Por lo tanto, Señora mía, prostituta imaginaria, vidente ficticia, figura de persona, sombra de una máscara, sufre, sufre, porque los hombres, viendo a tu desgracia, piensen sobre los desgraciados y se enseñen unos a los otros sobre lo que es sufrir. Y goza, goza, porque los hombres, viendo a tu placer, reflexionen sobre la diferencia entre la alegría y la felicidad y discutan unos con los otros sobre las sutilezas de la semántica y los sofismas de la retórica.
Es imposible que nos veamos, y es improbable que me escribas; sin embargo, me miro en vos y veo, no el Reflejo, sino el Espejo, y eso me basta: valió la pena escribir para alguien que no es, como yo, sino la propia escrita.
Atentamente,

Yo, entre Mí.

[Cuadro: Hombre y Mujer a la Orilla del Mar (1961), de Picasso.]



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