Donde muere el
Gran Río,
primero
domingo de abril del año de mis cuarenta revoluciones en torno al
Sol.
Hieródula del Azar, Hetera de junto al Mar:
Es inútil preguntar a vuestra Memoria quién soy: nunca nos
conocemos, jamás nos encontraremos; mi letra, si la vieras, y mi
cara, caso estuviéramos frente a frente, no las reconocerías. Somos
extraños uno al otro, como extranjeros, pero no de todo
desconocidos, como los condenados.
¿Por qué escribo a vos? ¿Cómo
llegué a vos, si no nos conocemos ni nunca nos encontramos?
Preguntas superfluas: ¿qué
importan las razones y los medios? Pero vos responderé por alegorías
y parábolas, como hacía el Cristo, para que, si no me comprendéis,
tengáis alguna distracción literaria; o, si me comprendéis, vos
sintáis entre los que, teniendo oídos, oyen. Estamos en los lados
simétricos del Espejo: mirándonos uno al otro, nos vemos a nosotros
mismos. Si vos escribo, es porque quiero escribir a mí mismo; si vos
hallé, es porque a mí mismo me encontré.
Tenemos la misma naturaleza
esencial: somos hechos de palabras. Para ser más exacto, de letras.
Claro, tenemos (es bueno que así sea) la ilusión de que existimos
antes de la combinación de las letras en palabras (y de éstas en
las frases) y de que existiremos después de esa combinación, como
quien, habiéndose expuesto a la curiosidad pública, se vuelve a su
jaula o habitación.
Pero no lo es así: existimos
apenas delante de los ojos de quien nos lee (como si de carne y hueso
fuéramos) y persistimos en las charlas y pensamientos a nuestro
respecto (como si en espíritu nos convirtiéramos). Somos
personajes: reflejos de las personas, que son máscaras. Fantasías
de la mentiras, nadie es más verdadero que nosotros, por eso
resistimos a la muerte de los que nos escriben y de los que nos leen.
¿Y por qué nos escriben? ¿Por
qué nos leen? Esas dos preguntas son, como el sueño del Faraón,
una sólo. Ora, como a los sueños se les pueden dar muchas
interpretaciones, a las representaciones del arte y de la palabra se
les pueden atribuir muchos propósitos y funciones. Pero se podría
decir que, fundamentalmente, los que escriben y los que leen buscan
aquel mismo efecto (y beneficio) de las antiguas tragedias: la
catarsis.
Acomodados en la cotidianidad (a
cuya normalidad importa la ilusión de previsibilidad y control),
escritores y lectores asisten a nuestras peripecias y fatigas. Al
contrario de su mundo, el nuestro sólo tiene sentido cuando la
situación inicial es subvertida. A una persona se da el derecho de
ir y venir en el sosiego de una vida, sin sobresaltos ni peligros. A
un personaje, no: su vida empieza justamente cuando el inusitado
ocurre, cuando el inesperado surge. Las personas caminando, viven;
nosotros, tropezando y cayendo, existimos.
Verdad que hablo del común de
nosotros: los que viven enredos. Hay otros, como vos, que viven cosas
más sutiles: viven flujos de conciencia, monólogos interiores y
juegos de metalenguaje. Con todo la función catártica aún se
mantiene en eses casos, aunque se pueda decir que en un nivel más
sofisticado de transferencia, de alteridad.
Sí, mi Señora: somos como los
dioses. No los dioses en que se creen, pero los sobre los cuales se
leen. Los dioses en que se creen, las personas suponen que ellos son
los autores, y ellas, los personajes; por eso imploran por un enredo
mejor, ruegan por un argumento menos atribulado. Los dioses sobre os
cuales se leen, las personas piensan que ellos son los personajes, y
ellas, las autoras (o las lectoras): no les conviene ver que esas
divinidades desgraciadas, rebajadas a la condición de mitos, nada
son, sino las sombras de las mismas personas, que se ríen de sus
infortunios y se entretienen con su destino.
Aparentemente, cuando se cierra
el libro o se apaga la computadora, las personas vuelven a la
realidad de su vida, y los personajes, a la inactividad, a la
expectación de la próxima lectura, como los juguetes (que se quedan
en una caja entre un entretenimiento y otro). Pero hay los que
perciben, entre ellos, que tal vez no lo sea así, y ellos pueden
estar entrando en escena cuando salimos, como un libro que se abre
cuando otro se cierra.
Por lo tanto, Señora mía,
prostituta imaginaria, vidente ficticia, figura de persona, sombra de
una máscara, sufre, sufre, porque los hombres, viendo a tu
desgracia, piensen sobre los desgraciados y se enseñen unos a los
otros sobre lo que es sufrir. Y goza, goza, porque los hombres,
viendo a tu placer, reflexionen sobre la diferencia entre la alegría
y la felicidad y discutan unos con los otros sobre las sutilezas de
la semántica y los sofismas de la retórica.
Es imposible que nos veamos, y es
improbable que me escribas; sin embargo, me miro en vos y veo, no el
Reflejo, sino el Espejo, y eso me basta: valió la pena escribir para
alguien que no es, como yo, sino la propia escrita.
Atentamente,
Yo, entre Mí.
[Cuadro: Hombre y Mujer a la Orilla del Mar (1961), de Picasso.]